crimen chile

La Segunda / 20 de diciembre 2022 / Columna de Diego Sazo, estudiante de Doctorado en Ciencia Política de la London School of Economics (Reino Unido) apoyado por VioDemos.

Para los que volvemos a Chile después del estallido y la pandemia, Santiago resulta casi
irreconocible. No solo por el deterioro evidente de sus plazas y fachadas, también por el
descontrol de los ambulantes y la prostitución adolescente a toda hora. La mugre en las calles,
el ruido hechizo de motos y las balaceras contribuyen a este triste paisaje. El centro capitalino
también es más violento: con 64 homicidios en 2022, la inseguridad es mayor que hace una
década. Ante este avance del crimen, muchos vecinos y locatarios deciden emigrar,
profundizando la grieta socioeconómica en la ciudad.

Aunque este deterioro ha sido progresivo, otro futuro es posible para Santiago. En el fascinante
libro Reversible Destiny (2003), los politólogos Peter y Jane Schneider analizan el caso de
Palermo en Italia, donde la cultura de la violencia criminal –que imperó por un siglo– pudo ser
revertida. Según los autores, el punto de inflexión comenzó a fines de los ochenta, cuando una
coalición multinivel confluyó para disputar el control de la mafia siciliana.

Esto no fue espontáneo ni inmediato. Requirió de cambios estructurales en la economía local
para facilitar el crecimiento y la urbanización del entorno, reduciendo el dominio clientelar en
los barrios. Políticamente, necesitó de la convergencia ideológica entre partidos antagónicos
para la formación y movilización de un gran frente antimafia.

Un evento aceleró el cambio: el asesinato de los jueces Falcone y Borsellino en 1992. Esto
gatilló una indignación generalizada en Palermo, empujando a políticos, magistrados,
organizaciones y líderes sociales a cooperar resueltamente contra el crimen.

Mientras el gobierno reforzó su despliegue represivo, el municipio impulsó campañas anti-
corrupción y montó servicios locales más disciplinados. La judicatura apuntó a la persecución
de los capos y el embargo de sus propiedades, afectando el circuito del dinero ilícito. Por su
parte, la sociedad civil fue clave en tejer redes y concientizar a los ciudadanos respecto a sus
derechos políticos para exigir (y no mendigar) un ambiente más seguro.

Según los autores, esta coalición reconoció la importancia performativa de la reapropiación del
espacio público. Así, rescató plazas e inmuebles abandonados, instaló placas y monumentos
conmemorativos a las víctimas, cambió el nombre de calles, organizó mítines y festivales.
Aunque al inicio este contrapoder incrementó la violencia, esta fue disminuyendo hasta
replegar significativamente la maquinaria criminal.

Esta historia muestra un camino alternativo para Santiago. El giro en seguridad del gobierno de
Boric, el apoyo económico a locatarios desde la gobernación, el rediseño urbanístico de la zona
cero y el activismo de ONGs son señales correctas. Pero esto no basta. Se necesita una
autoridad municipal que abandone discursos y prácticas que obstaculizan la recuperación del
centro. También ciudadanos conscientes de que los problemas públicos exigen la cooperación
de todos. Solo un esfuerzo colectivo permitirá torcer lo que hasta ahora parece un lúgubre
destino irreversible.

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