El 23 de marzo de 2022 a las 00:55 horas un joven de 22 años que corría por la calle Tiziano de la comuna de La Florida, fue interceptado por un grupo de vecinos quienes lo acusaron de querer robar una casa. Los vecinos lo ataron, lo agredieron y lo mataron. El fallo judicial relata que un hombre lo atacó a patadas mientras otro lo aplastó “con su cuerpo, a la altura de la cabeza, cuello y espalda”; otros aún lo golpearon con diversos elementos contundentes. La muerte fue producto de “asfixia por compresión toraco abdominal” (Biobío, 5 mayo 2023).
Este es uno de los linchamientos que causó mayor conmoción de entre los reportados durante 2022. No hay un recuento oficial de cuántos han ocurrido, pero desde el 2019 los datos muestran que el fenómeno tiene cierta regularidad (Quiroz, 2020).
Aunque no hay un completo acuerdo académico sobre los limites del término linchamiento, esta columna lo entenderá como una forma de “vigilantismo”, expresión que alude a prácticas llevadas a cabo por colectivos que implican la amenaza o el uso de la fuerza física hacia personas u objetos con la finalidad de prevenir, expresar represalias, castigar conductas consideradas lesivas o contener situaciones peligrosas (Fuentes, Gamallo Quiroz, 2022).
El linchamiento es una de las formas más brutales de vigilantismo (entre las que también figuran la formación de grupos de autodefensa, organizaciones vecinales contra la delincuencia, paramilitares, milicias y bandas criminales que monopolizan la seguridad en un territorio, entre otros) y desafía al menos dos principios que sustentan la democracia: el sometimiento al sistema jurídico de parte de los ciudadanos y el monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado (Santillán, 2008). Aunque en teoría todos podríamos estar expuestos a ese tipo de crimen, las investigaciones en Chile y Latinoamérica (Quiroz, 2022; Cirulli, 2022; Fuentes y González, 2022) muestran que las víctimas de linchamientos son regularmente delincuentes de poca monta y/o sospechosos de violencia sexual. Prácticamente no hay reportes de linchados que no sean sujetos populares. Al parecer, nunca se lincha a los autores de delitos de cuello y corbata.
“¿En qué reside la ciudadanía cuando predominan formas de vinculación individualista?”
En contextos de crisis de seguridad es frecuente que los medios y algunos actores políticos expliquen los linchamientos como la acción desesperada de vecinos que deben defenderse a sí mismo (Quiroz, 2021). Dicho de otro modo, se asume que este desafío al Estado de Derecho ocurre porque ese Estado ha fallado en ofrecer protección a algunos grupos y estos se ven obligados a organizarse y defenderse. Una de las derivas de este discurso es la propuesta de permitir a las personas armarse. A este respecto es ilustrativo el proyecto de ley que autoriza el porte de armas de fuego a personal militar, policial y de Gendarmería en retiro, moción presentada por los diputados Jorge Alessandri, José Miguel Castro, Andrés Jouannet, Andrés Longton, Diego Schalper y las diputadas Sofía Cid, Gloria Naveillan y Ximena Ossandón (ver boletín 13478).
Esta columna propone entender el linchamiento de otra manera: no como resultado de una falta de Estado, sino como un proceso más complejo en el cual el Estado tiene un rol muy importante. Ese proceso genera condiciones donde el linchamiento y otras prácticas vigilantistas encuentran un ambiente propicio para desarrollarse. Entre las fases que caracterizan ese proceso, esta columna abordará:
1. La instalación de la idea de que la seguridad es un asunto que no es solo tarea del Estado, sino que se debe co-producir entre la ciudadanía y el Estado, bajo el concepto de “la seguridad es tarea de todos”.
2. La transformación de la seguridad en un problema que se privatiza y por lo tanto es “gestionada” de acuerdo con los recursos de cada uno.
3. Debido a lo anterior los sectores con más recursos acceden a guardias privados que se articulan con la oferta pública. En cambio, en los sectores con menos ingresos, los vecinos acceden a políticas públicas fuertemente enfocadas en la provisión de “autoprotección”.
Estos procesos alimentan relaciones sociales marcadas por la desconfianza entre las personas, promueven el abandono de los espacios públicos y generan un ambiente muy adecuado para la proliferación de prácticas vigilantistas.
Como primer paso para la comprensión de este proceso rastrearemos el origen de la idea de seguridad ciudadana que, aunque hoy nos parece tan natural, fue construida en un contexto histórico particular y con una finalidad específica.
EL ORIGEN
La percepción de tener o carecer de seguridad es muy importante en las democracias actuales. Su ausencia impacta en la confianza ciudadana en las policías y el sistema judicial, instituciones que velan por el cumplimiento de la ley (Jorquera, 2022). Resulta interesante notar que usualmente, por más medidas que se anuncien y se tomen, la seguridad aparece siempre como un bien escaso.
De acuerdo con el informe de Latinobarómetro (2021) la seguridad en relación con el crimen es una las tres garantías democráticas menos aseguradas en el subcontinente (las otras dos son la oportunidad de conseguir trabajo y la justa distribución de la riqueza), lo que lleva a que el crimen sea un asunto central en la discusión política continental.
La relevancia de la seguridad privada no radica solo en el crecimiento de su dotación sino también en su integración a una suerte de “ecosistema de seguridad” en el que interactúa con policías, guardias municipales y ciudadanos y donde se pueden difuminar las fronteras ente los actores estatales y no estatales
Intuitivamente asociamos la seguridad con caminar por las calles sin sentir peligro; con poder ocupar los espacios públicos, o con tener confianza de que nuestras pertenencias no estén amenazadas y que recibiremos ayuda policial adecuada si algo malo nos ocurre. La definición de seguridad ciudadana que ofrece el PNUD recoge estos elementos, pero la amplía al incluirla en la órbita de los Derechos Humanos: es “el proceso de establecer, fortalecer y proteger el orden civil democrático, eliminando las amenazas de violencia en la población y permitiendo una coexistencia segura y pacífica. Se le considera un bien público e implica la salvaguarda eficaz de los derechos humanos inherentes a la persona, especialmente el derecho a la vida, la integridad personal, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de movimiento” (PNUD, 2014)
Esta idea de seguridad no siempre ha dominado el debate en nuestra sociedad. En términos generales el concepto de seguridad ciudadana puede ser rastreado hasta Estados Unidos. En las décadas de los 60 y 70 cuando, como respuesta al alza de los índices de criminalidad, se comienzan a desarrollar estrategias de contención del delito que incluyen a los ciudadanos (Crawford y Evans, 2016; Edwards y Hughes, 2002). Estas políticas surgen al alero de un corpus investigativo que constata la ineficiencia de las prácticas policiales y de diversos componentes de la justicia tradicional, como la protección social, la disuasión o rehabilitación.
Las nuevas “políticas securitarias” buscaron introducir un enfoque centrado en lo preventivo (Rico & Chinchilla, 2002) lo que derivó en la participación de actores no estatales en tareas de seguridad (Pegoraro, 2002). Esta incorporación se promovió a través de la idea que la seguridad es tarea de todos.[1]
En Chile este modelo de seguridad ciudadana está en los fundamentos de los programas impulsados regularmente por el ejecutivo desde la década del 90, en colaboración con los municipios. Estos programas se han alimentado también de un desplazamiento teórico que ocurre a nivel global, a partir de la Posguerra Fría: se trata del reemplazo del discurso de la Seguridad Nacional por el de la Seguridad Ciudadana. Este desplazamiento transforma al crimen en el nuevo “enemigo del progreso” (Lemaitre, 2011).
En consecuencia, los programas que se han impulsado en Chile ponen el acento en la coproducción de seguridad a través de estrategias de responsabilización individual, autogobierno y autocontrol (Lunecke y Trebilcock, 2023). Un ejemplo es el Plan Nacional de Seguridad Pública de 2011, cuya estrategia se apalanca en el involucramiento de la comunidad tanto en el diagnóstico como en la búsqueda de soluciones[2]. Otro ejemplo es el programa Somos Barrio (ex Barrios Prioritarios).
Es importante notar que la efectividad de estas estrategias ha sido escasamente medida. Una evaluación hecha en 2020 a tres de estos programas (Programa Barrio Seguro 2001/2009; Plan Iniciativa Legua 2011-2014; Plan Barrios de Alta Complejidad 2014-2017), da cuenta de que los programas no han tenido capacidad de generar cambios significativos en las condiciones de violencia y criminalidad (Luneke y Varela, 2020). Según esa investigación, estos programas no abordan condiciones estructurales de carencia y desventaja que pueden explicar la persistencia de la violencia y organización criminal, como el desempleo, la deserción escolar, entre otros. Se enfocan, en cambio, en acciones orientadas al control social informal de las comunidades.
Estas políticas tampoco parecen haber tenido efectos en la capacidad organizativa de los vecinos. [3]
La poca claridad en el resultado de estos programas ha abierto la puerta para que sean actores privados quienes ocupen más espacio. A continuación, examinaremos algunas características del crecimiento de esta oferta privada.
AUMENTO DE LA SEGURIDAD PRIVADA
De acuerdo con datos de la Prefectura de Seguridad Privada de Carabineros OS 10, a agosto de 2023 existían 3.068 empresas de seguridad acreditadas y 98.105 personas certificadas por la entidad para poder trabajar como guardias. El crecimiento resulta evidente cuando se lo compara con las 1.705 empresas que reportó la policía en 2018, según informó La Tercera.
Sin embargo, la expansión de este rubro puede ser aún mayor que lo registrado oficialmente pues, como informó una empresa de seguridad a El Mostrador, muchas compañías trabajan sin guardias acreditados. La fuente de El Mostrador estimaba que había ente 180 y 200 mil personas cumpliendo ese rol, el doble de los guardias acreditados ante la policía. Sobre la situación y proyección de esa industria el presidente de ASEVA (asociación que agrupa a grandes empresas, como Brinks, Loomis o Prosegur) dijo, “la necesidad de seguridad es creciente. Estamos presentes en más del 80% de los comercios, ya sea como seguridad física o por medios tecnológicos, y esto es creciente, es algo que va en alza”.
La expansión de la seguridad pública ha sido, en cambio, bastante más lenta. De acuerdo con la consultora Athenalab la dotación de policías de Carabineros está en torno a los 57.000 funcionarios, mientras que en Investigaciones habría alrededor de 13.000 agentes. El gráfico 1 muestra que en 2015 la tasa era de 218 Carabineros por cada 100.000 habitantes, mientras en 2022, llega hasta 230 funcionarios por cada 100.000 hab.
Gráfico 1

Fuente: Araos, C. (2023), en base a ley de presupuesto de cada año. La línea punteada representa la variación en la dotación de Carabineros en números brutos. Las barras representan la cantidad de Carabineros cada 100.000 habitantes.
Similar situación se observa en Investigaciones. Si bien la dotación en labores operativas policiales (no administrativas) ha aumentado en casi 30% de 2015 a 2022, el número de detectives por cada 100.000 habitantes prácticamente no ha variado.
Al número de agentes policiales debemos sumar los agentes de seguridad municipal (Gráfico 2). ¿Qué es exactamente lo que hacen esos guardias? ¿Representan al Estado? Lo cierto es que no existe un marco normativo sobre las atribuciones de este personal. Como cualquier ciudadano, estos guardias pueden retener a sujetos que estén cometiendo delitos flagrantes y entregarlos a la policía. Resulta entonces que su labor pareciera ser similar a la de los guardias privados, es decir disuasiva. Pero no hay normas claras sobre eso. También está en un limbo el control de su actuación o su número, el cual depende de los ingresos de cada comuna y no de los índices de delito de un territorio especifico. Todo esto los sitúa en un espacio ambiguo en lo que se refiere a la gestión de la seguridad público/privada.
Gráfico 2

Fuente: Elaboración propia en base a datos Sistema Nacional de Información Municipal (SINIM), Subdere, Ministerio del Interior y Seguridad Pública.
Es importante notar que la relevancia que hoy tiene la seguridad privada no radica solo en el crecimiento de su dotación. Su peso social también es el resultado de que estos agentes se integran a una suerte de ecosistema de seguridad en el que interactúan con policías, guardias de seguridad municipal y ciudadanos. Las dinámicas que se producen como resultado de esa interacción pueden difuminar las fronteras ente los actores estatales y no estatales.
Este avance cuantitativo y cualitativo de la seguridad privada ocurre en un contexto social en el que se han fortalecido el individualismo, la desconfianza hacia las personas y el acceso desigual a la justicia, como muestra la encuesta Latinobarómetro en 2020.

Estudios de hace ya casi una década nos mostraban que la confianza institucional está mediatizada por una sensación de desigualdad e indefensión personal (Dammert, 2014). Este proceso a su vez va acompañado, ya desde las últimas décadas del siglo XX, de un incremento de la violencia criminal, el abandono del espacio público y la expansión de la urbanización privada (Dammert, 2001). Desde la década de los 90, todos estos factores transforman significativamente la noción de lo público y las experiencias ciudadanas. Se construye un “nosotros” débil, cómo señalaba Lechner (2002).
La seguridad ciudadana que se genera en este contexto despierta inquietud ¿Qué idea de ciudadano está operando en ese modelo si, como se observa, la noción de lo público y de un “nosotros” opera en un marco de vinculación individualista? En la siguiente sección se argumentará por qué es factible pensar que la seguridad ciudadana genere un orden que esté lejos de una seguridad “pública”.
ACCESO DESIGUAL A LA SEGURIDAD
La expansión de la seguridad privada y su simbiosis con el sector público resulta particularmente problemática en una sociedad con altos niveles de desigualdad pues instala la pregunta de cómo gestionan su seguridad los sujetos que no pueden pagar por ella. Falta investigación para dar una respuesta completa a ese asunto: como se dijo, salvo por el caso de la investigación de Luneke y Varela (2020), casi no hay evaluación de los programas de seguridad que impulsa el Estado. Sin embargo, la evidencia de ese estudio es que las iniciativas se enfocan en el control social informal de las comunidades.
Si esto es así, no resulta extraño que en el contexto de un modelo que llama a participar de la gestión de la seguridad, quienes no puedan pagar por servicios privados recurran a modalidades de autoprotección que implican el uso del propio cuerpo, como los linchamientos. La adopción de estos modelos por parte del Estado no ha considerado factores como las inercias represivas presentes en las policías y en algunos sectores sociales, las que se pueden rastrear históricamente (Nugent, 2010).
Todo lo anterior – importación de modelos de seguridad ciudadana que decantan en acciones orientadas al control social informal de las comunidades, sumado al avance de la participación privada en la seguridad y a los altos niveles de desigualdad en nuestro país- permite afirmar que existe un escenario propicio para la emergencia de acciones de carácter vigilantista como los linchamientos. En efecto, contamos con investigaciones que permiten afirmar la emergencia de una cierta regularidad de estas prácticas (Quiroz, 2019), cierta naturalización respecto de las mismas entre los operadores jurídicos (Quiroz, 2022) y niveles relevantes de justificación entre las personas (COES, 2017).
Gráfico 3

Fuente: “Conflicto Social, los motivos de la justificación de la violencia en Chile” (2017).
RIESGOS DE LA SEGURIDAD CIUDADANA
Los datos presentados hasta aquí nos deben conminar a reflexionar sobre el papel del Estado en la producción y reproducción de las distintas violencias asociadas a la seguridad. Asumir estos modelos de manera acrítica, nos deja ciegos frente a los riesgos que engendra y sus derivas en sociedades complejas y altamente desiguales, donde la privatización de la seguridad incide de manera diferenciada en la población. ¿En qué reside la ciudadanía cuando predominan formas de vinculación individualista? ¿Si participamos en la gestión de la seguridad como individuos con intereses particulares, qué tipo de seguridad estamos produciendo? Y ¿qué efectos han tenido para articular a la ciudadanía, políticas de seguridad que en su definición tienen la voluntad de corresponsabilizar a las personas de la producción de seguridad?
Una política de seguridad ciudadana que pone el acento en la coproducción de seguridad introyecta la sensación de riesgos. Si la finalidad del Estado es administrar la legitimidad del poder, responsabilizar a los ciudadanos de su seguridad tiene una serie de riesgos, sobre todo en contextos de desigualdad en los medios de producción para proveer seguridad.
En este sentido, nuestra reflexión busca identificar los límites de la provisión autogestionada de la seguridad, sobre todo porque la experiencia del territorio, de la ciudad y de violencia son diferentes. De ahí que el paradigma de seguridad ciudadana no necesariamente se transforme en un bien público, como es el objetivo de las Naciones Unidas (PNUD, 2014) sino que sigue recreando condiciones de desigualdad en los territorios.
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